martes, 7 de octubre de 2008

DONDE DON QUIJOTE DECIDE ANESTESIARSE DEL TODO CON UN SAHUMERIO DE EUCALIPTO QUE HABIA PRENDIDO SANCHO

Y la televisión (y supongo que la radio también) siguió azuzando la histeria colectiva, hasta el punto de que el habitualmente demagógico Presidente de la República consideró necesario calmar un poco los ánimos de quienes ya estaban pidiendo el linchamiento público del presunto asesino. Y salió al aire para decir que aunque el crimen era "una afrenta a la Nación" no se podía olvidar que "Colombia nunca ha sido amiga de la pena de muerte".

¿Que no? Ese mismo día se habían sabido detalles sobre no menos de treinta "ejecuciones extrajudiciales" y "falsos positivos" con desaparecidos asesinados en Ocaña, Montería y Popayán, y en varios pueblos de Antioquia y Sucre.

Después de los anuncios publicitarios, que son sagrados, la alharaca prosiguió. Los noticieros empezaron a hacer un recuento detallado de lo que llamaron el calvario de la madre del niño asesinado, de la tía, de los vecinos del barrio, de todo el pueblo. Fueron convocados juristas, curas, expertos siquiatras para que dieran su opinión sobre esta "sociedad enferma" en la que los padres son capaces de matar a sus hijos (y los hijos a los padres, no lo olvidemos, y los hermanos a los hermanos). Les recomendaron a los padres que les prohibieran a sus hijos ver en la televisión noticias y pornografía.

Por algo lo dirían los expertos: ese mismo noticiero en el que estaban participando era pura pornografía. Para completar el espectáculo, el Presidente de la República decidió asumir de nuevo el protagonismo presentándose en Chía para hacerse filmar con la familia (materna) del niño Luis Santiago, acariciándole la barbilla a una niñita: "La querida Carolina, con la mamita de ella, con los abuelitos, con el pueblo colombiano, con el señor alcalde, con el apreciado gobernador...".

Pero además de oportunista y pornográfico, el montaje me pareció grotescamente desproporcionado. No es posible mostrar que se paraliza de golpe el país entero ante la noticia del asesinato de un niño: un país en el que se asesinan en medio de la indiferencia general cientos de niños al año (en lo que va corrido de 2008, nada menos que 123 menores de 4 años). Un país en el que se obliga a millares de niños a trabajar en las minas de carbón o en los burdeles de turismo sexual, en donde hay paramilitares que confiesan tres mil asesinatos pero son extraditados por delitos de contrabando, en donde cada día se destapan diez nuevas fosas comunes clandestinas, en donde la violencia genera mil quinientos refugiados diarios. No recuerdo en la televisión colombiana nada parecido desde la catástrofe de Armero, hace más de veinte años. Pero al margen de que aquella noticia sí tenía verdaderas dimensiones de tragedia (veinte mil víctimas, cuando esto de ahora, al fin y al cabo, es sólo un niño muerto), el gobierno de entonces tenía un interés inmediato en hacer olvidar los cadáveres todavía humeantes de la sangrienta toma y contratoma del Palacio de Justicia. Y por eso también fue explotada pornográficamente la agonía de la niñita Omaira ("nuestra querida Omaira", como la llamaba en la televisión el presidente de la época.

¿Qué será lo que oculta esta vez el despliegue inusitado de los noticieros?

Porque no puede ser que se hayan puesto de acuerdo los presentadores de noticieros y los juristas y los políticos y los siquiatras y los vecinos de Chía y el Presidente para castigar colectivamente a un taxista culpable de asesinar a un niño. Y convertirlo, literalmente, en el chivo expiatorio de todos los pecados del pueblo de Colombia.