jueves, 7 de febrero de 2008

En definitiva, entonces, hay que callar

Porque toda declaración trae ya implícita la aceptación de la culpa, tal cual citaba Agamben a Satta diciendo que "la sentencia de absolución es la confesión de un error judicial [pues] cualquiera es íntimamente inocente, pero el único inocente verdadero no es el que es absuelto, sino el que pasa por la vida sin juicio". Debemos entender entonces, que ese ejercicio de declaraciones que constituye toda actividad crítica no es más que un estrado judicial del que no podemos salir invictos. Un "juicio" en el que, de entrada, somos culpables. 

Profesores, funcionarios públicos u operarios de la industria cultural privada y todos aquellos que no heredamos, por decir algo, monopolios aceiteros, rectorías o sillas en juntas directivas que nos permitan darnos el lujo de jugar con las palabras allí donde puedan ser oídas (un auditorio, una revista cultural, una cocina), debemos hacer hasta lo imposible por guardar ese silencio de quienes no tienen "algo que decir." 

Constituiría un precedente valioso que aquellos que han sido objeto de despido, degradación salarial, no renovación de contrato u omisión como candidato a ser contratado a causa de sus opiniones públicas, empezaran a poner su foto, con nombre y cédula, en una pared virtual del oprobio implementada en el portal de esta comunidad para que así, no se siga diciendo que el ejercicio de la crítica no conduce a ninguna parte. 

Por otro lado, toda esta cultura de la negatividad crítica debería aprender del grito y la manifestación, de la vociferación tan ruidosa como muda del espectáculo, hacerse hábil en el ejercicio histriónico, el gag y la pirueta con que se diseña la historia nacional o, quizás, mejor aún, girar en la dirección del recogimiento, el silencio público y la confesión privada, verdaderos valores cristianos en torno a los que se constituye la expiación. Ante el fallo inminente de los postulados sobre el derecho a la libre opinión, sólo queda que las voces se vayan extinguiendo poco a poco, hasta ser un ruido de fondo, como olas que se alejan confundidas en un clamor sin palabras, ajeno y desligado, inocuo y rentable.


Víctor Albarracín